jueves, 25 de noviembre de 2010

EL CARTERO




I


Lentamente levantó su arrugada mano, arrugada por el tiempo y el olvido, arrugada por el sacrificio, una mano llena de carreteras rodeadas de piel, de cicatrices invisibles y dolorosas como cuando sus dedos rozaron la llama azulamarillenta de la vela que desparramaba cera hirviente sobre el viejo taburete donde apoyaba su brazo.

Y esa vela le servía más para calentar que alumbrar el mohíno cuartucho donde Isabel Reyes cumplía la condena de sus días y sus años entregados a la ceguera. ¿De qué le servía a Isabel saber si la vela desprendía pedacitos de luz, que le importaba si esos destellos áureos y azules se confundían con el espacio nocturno?, no, no le importaba nada a quien la obscuridad desde hacía muchas lunas se había adueñado de sus iris, sus pupilas y pintaba cada rincón del mundo, de la vida con un luto eterno, inacabable.

La mano de Isabel sólo azuzaba la mecha tratando de avivar la llama y obtener así un poco de calor, una tenue onda calorífica que desentumeciera su desconsolada alma curtida por el desencanto.

Mientras tanto, la noche insistía en verter estrellas y mortecinos hálitos de nube encima del techo de cartón del cuarto, pero qué le importaban a Isabel el brillo de las estrellas y los rabos de nube si su corazón se nublaba en el silencio de la soledad y en su cabeza sólo la oquedad de tiempo se convertía en cenizas de dolor.

La única ventana de la habitación hacía gestos amenazadores al aire frío del fin de año y trataba de ahuyentarle para que no entrara a esa tumba donde la felicidad yacía dormida para siempre. De los yertos ojos de Isabel todavía brotaban algunas lágrimas, el sobrante de todas aquéllas que derramó durante su existencia; lágrimas de sal y arena, de recuerdos mal vividos que lubricaban el infortunio de aquel hombre dueño de la nada.

Ante sí, como fantasmas burlones, desfilaban grotescamente el terror de la existencia, los sueños rotos, los amores perdidos, las ilusiones frustradas y de repente, una que otra gota de alegría que juntas todas formaban parte de la masa encefálica de Isabel que luchaba por no desbordar de sus senos oculares las lágrimas retenidas y no lloradas que fueran a inundar sus cadavéricas mejillas.

Afuera, la mano del creador empezaba a dar pinceladas naranjas al adormecido cielo, en la lejanía el aullido de los perros se mezclaba con las estridentes bocinas de los automóviles y los gallos, quizás mal informados y aún perezosos, apenas si lanzaban su canto a la región transparente para despertar al astro rey, que se moría de frío y no quería quitarse su chamarra de algodón.

Isabel, quien cabeceaba pesadamente, vencido por la angustia del sueño, sintió revolotear en su nariz el aroma de la madrugada y estirándose cuan largo era se levantó de la silla donde había pasado la noche, buscó a tientas su bastón de madera y se dispuso a trabajar la mañana, como lo hiciese todas las mañanas de su ceguera.

Aunque no veía, conocía de memoria el camino hacia el pequeño patio en el una desquebrajada pila lo esperaba para que pudiera lavarse la cara con el poco de agua que el sereno nocturno y la empresa de agua le permitían recoger. Se aseó lo más pulcramente que pudo, pasó sus dedos por entre sus canosos cabellos, lanzó un escupitajo quién sabe a dónde y regresó calmadamente al cuartucho.

Por instinto tomó su saco y hurgó en una de las bolsas laterales, allí encontró un mendrugo de pan que devoró en un santiamén, luego se encaminó a una repisa colocada cerca de la ventana y con una precisión asombrosa asió un pocillo de peltre que contenía café helado, sorbió unos tragos y lanzó el resto al piso; con una de las mangas del saco secó el pocillo y con mucho cuidado puso éste en la misma bolsa de la que había extraído el pan; se colocó el saco sobre los hombros y se dirigió hacia un oxidado catre donde encontró un negro sombrero de fieltro que, a pesar del uso, se resistía a abandonar la elegancia que alguna vez tuvo. Con la mano izquierda Isabel pegó su bastón al pecho, y con la otra mano hizo un extraño saludo sosteniendo el sombrero de manera firme y moviéndolo como si santiguara al día, se mantuvo en suspenso unos segundos y ceremoniosamente lo colocó en su cabeza.

Abrió la puerta del cuarto y con calma la fue cerrando como si tuviera todo el tiempo del mundo, de repente volvió a abrirla con fuerza y lanzando un profundo suspiro abandonó el cuartucho como a él lo había abandonado una vez el amor, sin prisa y sin aviso.

Las voces chillonas y destempladas de las vecinas dándole los buenos días le descomponían el estómago, ese estómago tan vacío de alimentos y tan lleno de ansiedad e Isabel respondía a los saludos mascullando las palabras, masticando los sueños, a regañadientes. A pesar de su edad, era increíble verlo subir las gradas que del asentamiento lo llevaría al corazón de la gran ciudad capital, parecía que sus pasos se habían quedado impresos en la tierra y el cemento a fuerza de posarse en ellos y tomaba cada huella imaginaria para hacer camino.

Con el cansancio a cuestas llegó por fin a su destino; recostado sobre el cielo como un niño se acurruca en el regazo de su madre aparecía el templo de Santo Domingo, semejante a una gigantesca postal lista para ser enviada al corazón de aquellos que ya no están, de los que se fueron buscando otra vida y otro destino.

¿Cuántos años habían pasado desde que Isabel vio por última vez la fachada del templo dominico?, muchos, demasiados quizás, pero en su mente el templo seguía vivo, palpable, eterno, lleno del aroma divino de la santa Virgen del Rosario y postrado ante la dulzura de la calma que emana el Cristo del Amor. ¿Cuántos octubres cayeron ante el rostro pétreo de Isabel que recitaba mentalmente un Padre Nuestro y diez Ave María y se persignaba repetidamente mientras daba gracias a Dios por su vida?

Todavía podía escuchar la algarabía de las vendedoras de garnachas y de dulces típicos, aún podía recordar la finura de las veladoras blancas que se ofrecían a medio centavo y que se consumían adormecidas frente al altar mayor del templo.

Sus pies seguían fundiéndose en las huellas imaginarias que ahora aparecían en el amplio atrio de la iglesia, esas huellas que si tenían ojos, que sí veían y amalgamaban consigo mismas las formidables columnas, los campanarios, los frontispicios de aquella casa de Dios. Esas huellas lo llevaron hasta las paredes del antiguo convento dominico, se puso de rodillas y pesadamente se dio vuelta para poder apoyar su espalda contra el muro al tiempo que lanzaba una exhalación de alivio y cerraba tímidamente los ojos.

Isabel Reyes no acudía, como pudiera pensarse, al templo para pedir limosna, no, era demasiado orgulloso para eso, llegaba nada más para consumir sus días en el lugar que más quería del Centro Histórico capitalino. Se contentaba con espantar una que otra traviesa paloma, de ésas que también ya lo conocían de memoria y a quien no temían, por el contrario, les gustaba posarse sobre el sombrero de fieltro y darse a la tarea de picotearlo en busca de gusanos invisibles.

Llegaba Isabel para desafiar al tiempo, para sentirlo transcurrir en su sangre y en su memoria, esa alforja de donde Isabel le pedía al recuerdo alguna sonrisa perdida. Un aroma proveniente del mercado central sabía a pino teñido, a serrín coloreado, a mirra consumiéndose y se le colaba por todos los poros de la piel, entraba por la afilada nariz, se le revolvía en la garganta. La Navidad chapina andaba por las antiguas calles, divagaba por los estrechos callejones, callejones que sintieron los fuertes pasos de Isabel cuando, de joven, trabajaba como cartero. Cómo añoraba Isabel esos callejones que le contaron a sus noches cuitas de amor y peliagudos chismes de barrio; calles y callejones llenos de misterio que se doblaban ante él con respeto, cuando la vida le fluía en las piernas y los brazos, que se iba de juerga en la maleta postal y andaba de correrías dándole serenata a la luna llena, esa vida que le nacía en los ojos antes de que la diabetes les hincara sus tenebrosas garras y la ceguera le tumbara al olvido.

Para Isabel no existían las horas ni los tiempos de comida, no existían las prisas ni la fatiga del trabajo. Cada día que llegaba, llegaba para que él pudiera meterse a la gigantesca postal, para ponerle un sello de melancolía y enviarla al pasado en entrega inmediata.

Gracias a Dios nunca faltaba un alma caritativa que dejara de verter en el pocillo de peltre un sabroso café humeante, que le brindara una crujiente champurrada o una azucarada hojaldra, los vecinos de la doce avenida eran su almuerzo calientito, eran su plato de hilachas, su pedacito de aguacate, le sabían a pan francés o a deliciosa tortilla salida del comal y siempre de la boca de Isabel se desbordaba como caudaloso río un -muchas gracias que Dios se lo paguito- y aleteaba en su rostro una sonrisa de satisfacción.

II

Diciembre transcurría lentamente, como transcurría todo en aquellos tiempos ya idos, cuando se podía respirar en verdad cada segundo que nacía en el reloj de Catedral y la capital parecía detenida como foto de almanaque. Isabel dormitaba ese día cuando unos gritos agudos y alegres se decidieron a romper la rutina, la algarabía de unas voces infantiles se le introdujo en los oídos y empezó a hacerle cosquillas a su alicaído ánimo. La amargura cotidiana se quitó el camisón y se vistió de risa, una risa igual a la que se quedó guardada en la mochila de cuero opaco que se colocaba sobre los fornidos hombros en sus años mozos. Esas voces parecían gotas de rocío, tan llenas de frescura y la frescura se le inyectó en las piernas, en el alma; ese rocío infantil parecía tener magia- ¡abracadabra, patas de cabra!- Isabel estaba de pie encandilado con el arranca cebolla, fascinado con el chiviricuarta, emocionado con la tenta…

El ritual que había realizado poco antes de salir de su cuarto se repitió otra vez y sus ademanes debieron parecer cómicos a la patojada, que con la curiosidad propia de la edad, se fueron acercando al singular anciano quien, en ese momento, se lavaba la cara con alegría y enjabonaba los sueños con espuma de poza clara.

Sin darse cuenta ni el uno ni los otros nació entre ellos una tierna camaradería que se alimentaba con tenebrosas historias de espantos y aparecidos, que engordaba con increíbles anécdotas ocurridas en la Guatemala antañona y se fortalecía con sutiles reprimendas por las diabluras cometidas.

III

Fueron dos semanas, dos semanas enteras, quince días de vida, cristalinos como el agua que corre por los barrancos, puros como el corazón de esos patojos que le devolvieron a Isabel las ansias y la esperanza. Dos semanas que terminaron abruptamente ese veintitrés de diciembre que había amanecido lamiendo una paleta de arcoíris y que se había perfumado con incienso aromático, que se había adornado el cabello con rojas flores de pascua y se había colgado del cuello un collar de manzanilla olorosa a bosque .

La gélida tarde empezaba ya a beberse las risas y las escupía en ráfagas de viento, el sol se derretía en las paredes de las casonas y los tejados mostraban sus rosáceos dientes para confundirse con los celajes que brotaban caprichosos en el horizonte…

IV


¿Qué impulsó a Isabel a correr desesperadamente a través del atrio del templo hacia la calle?, ¿sería el amor, sería la providencia? Sus piernas parecían luz, luz elástica, luz ágil, luz desesperada, luz de angustia, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero…

V

Un golpe secó, un crujir de llantas, un grito lastimero, un silencio sepulcral, el cuerpo de un anciano que sobre el pavimento protegía a una chiquilla, un llanto que comenzó a llover sobre la acera, sobre la calle, sobre la sangre, una sangre que empezó a correr, que empezó a germinar; un hombre ciego con ojos en el alma, un alma con la faz desfigurada por el dolor, un dolor que sólo había tomado vacaciones.

VI

En una camilla de hospital Isabel comprendió que su alforja de recuerdos se vaciaba irremediablemente y que él mismo se convertía en recuerdo, entendía que su alegría, esa pintura con que maquilló su rostro las últimas dos semanas se lavaba poco a poco y la tristeza llegaba en silencio a acariciarle las plateadas sienes mientras la vida, su vida, esa vida que fue forjada con laja y tierra, con piedra y pavimento, con adobe y teja se desprendía sin respetarle, sin tomarle en consideración.


VII

Eran las doce de la noche del veinticuatro de diciembre, todas las campanas de Guatemala empezaban a anunciar la llegada del niño Dios, pero para Isabel cada campanada se convertía en una daga que le desgarraba el corazón fibra por fibra, eran doce dagas, eran doce pasos que lo llevaban a caminar de nuevo por aquel Centro Histórico donde veía por vez última las paredes caleadas, las macetas con geranios, los faroles dormilones y al avanzar el aroma a tierra mojada se le imprimía como huella imaginaria en la carretera de su piel, el olor a pan recién salido del horno le provocaba dolores de estómago por la ansiedad y la bulla de los cenzontles que se despertaban junto el lechero, que carreta en mano, sacudía los inmensos portones de cedro de las casas anunciando su llegada.

VIII

La última de las doce cerró con su descarnada mano los cansados ojos de Isabel que no se volverían a abrir jamás, que no volverían a sentir dolor ni experimentar angustia, que se llevarían en sus pupilas miles de direcciones, miles de misivas prohibidas, miles de cartas anunciado glorias y bajezas, millones de –gracias…, de buenos días…, de mejor los tenga usted…-

IX

Afuera del Hospital General San Juan de Dios, sobre la Avenida Elena, una silenciosa procesión de patojos, tomados de las manos por sus padres, se adentraba en la noche oscura, una noche que llevaba los puños cerrados, que dejaba caer una lágrima furtiva, que se convertía en amor abandonado, como el que dejó a Isabel hace tantos años, como el que ahora también le abandonaba.

Dos semanas bastaron para quererlo, doce campanadas bastaron para enterrarlo en los sueños, ni un solo segundo apareció para decirle adiós. Era Nochebuena y en el obscuro firmamento una constelación de estrellas que llevaba en el hombro una gastada alforja de luz desprendía gotitas de bendiciones que se acurrucaban en los techos marrones de las viejas casonas.

X


El viento empujaba, sobre la doce avenida, un negro sombrero de fieltro que, arrogante, se negaba a desprenderse de su antigua elegancia y muy devotamente se persignó cuando pasó frente al templo de Santo Domingo que se recostaba sobre el regazo nocturno y daba la apariencia de ser una gigantesca esquela lista para mandársela a Dios por correo ordinario…

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