miércoles, 25 de agosto de 2010

CON OLOR A INCIENSO













El carnaval ya no es lo mismo, lejos quedó aquella Plaza de Toros donde Pepe Milla vio volar confites de todos los tamaños y colores, confites que iban a impactar de forma violenta sobre la humanidad de cualquier incauto que antes reía a carcajadas de las desventuras de los cientos, tal vez miles, de prójimos, que a falta de otras diversiones acudía en tropel al ya desaparecido recinto.

Atrás quedó Pepe Milla, sumergido en el vano recuerdo de un cuadro costumbrista, ahogado, con la cabeza escondida de vergüenza en el invisible canasto en que antaño los sastres chapines depositaban los retazos de tela que formaban un disímil arcoíris.

Nuestro actual y decadente carnaval es una orgiástica travesía hacia lo intrascendente, es sólo un cuerpo que brilla por el sudor y la libido, que se pinta de lentejuelas y se desnuda de piel. Es un carnaval que se despoja de mitología y de ritos para convertirse en un río que desemboca en la nada.

Y el carnaval, de repente se torna invisible, se fuga en una bruma mañanera que huele a ramo de palma con 365 días de vejez, y se convierte en negra ceniza, se transforma en negra cruz sobre una amplia frente que de día se lavó la epidermis con agua clara, con rocío de rosas, con lágrimas de bosque húmedo.

El martes apenas empieza a quitarse la ropa de dormir para vestirse de miércoles, el carnaval apenas empieza a quitarse la lujuria para verter ceniza en cuarentena de santidad, lo que fue vida un año hace, vida morada y amarilla; hoy con su muerte en la pira compra boleto a la eternidad.

Con una mano blanca comienzo a sacar de vetustos libros ajadas fotografías de polvorientos edificios que un día se erguían imponentes y llenos de vanidad en sus cornisas, sus frontispicios, con sus pechos de adobe protegidos por férreos barrotes que salían de las amplias ventanas para respirar el olor a tierra húmeda y pan tostado. Comienzo a sacar nubes mohínas, soles despintados, calles empedradas, sombreros de copa caída, carretones halados por cansadas bestias que se comían las distancias lentamente, rumiando cada partícula de polvo, cada piedra del sendero o el atajo.


Le doy vuelta a los libros, somato las empolilladas pastas, golpeo la mesa de caoba con ellos para sacudirles sus secretos más íntimos. Las fotos caen sobre mis rodillas en un rictus desordenado, dan contra el suelo y cimbran como terremotos despiadados las cúpulas caleadas de los templos católicos, arrojan a los santos tapados con mantos negros como la ceniza en la frente, y apilan los iconos en un rincón del sueño.

















Y la eternidad comienza a dibujar sobre la gris e hirviente calle las primeras alfombras de serrín coloreado, que se compacta entre rígidos moldes de madera o cartón y con arabescas formas, con geométricas ansias, con floridas expresiones transforma la soleada tarde del primer jueves de cuaresma en un camino inundado de incienso por donde el Nazareno de la Iglesia de San José deja caer en forma de pesada anda las agobiantes penitencias de los devotos cargadores; y recorre envuelto en tristes notas de marchas fúnebres las viejas calles de la capital guatemalteca .Es el cortejo lleno de silencio que se abre paso a puras lágrimas entre el crepúsculo de corozo que pinta con su aroma las paredes del tiempo.

El tun y la chirimía lanzan sus indios quejidos de forma pausada, como pidiendo permiso una nota a otra, como queriendo quedarse el tono impreso en el aire, mientras el cortejo avanza solo y recorta el muro de incienso con las letanías y jaculatorias que un coro de agudas voces, voces invisibles, vestidas de texeles, disparan con descarnadas ansias hacia él.

El viernes amanece bostezando, sin olor a carne, ora se vuelve penitente también, ora se vuelve huelguero de Todos los Dolores, a veces nubla su cielo y suelta una lluvia de oraciones en velación. El viernes se prepara para la mortaja y la cruz, para las doce frases y un eclipse total.

El viernes tiene cara de viacrucis, tiene sabor a pescado seco, a bacalao, a curtido acompañado de molletes, torrejas y garbanzos; y de sus entrañas se exhalan un padre nuestro, diez Ave María y un gloria que se pegan como murmullo en los labios de la velación.

Mientras tanto el sábado sale a barrer el destino de hojas de jacaranda y descuelga buganvilias multicolores que, como telarañas de tiempo, se aferran a los muros descascarados de una historia que se fue.



Entonces la oscuridad reinante, la sombra eterna, toma forma de intangible llave y abre el penúltimo sábado con un sol radiante que abraza con sus flamígeros deseos la nave central del templo de La Recolección en el preciso momento en que el metal se desgañita, en que el cuero retumba y la marcha de Jesús del Consuelo llena los espacios del viejo templo recoleto y vuela en los cirios de Nazarenos tétricos que andan por el destino reclutando almas. Y un Cristo con muchos nombres y un solitario dolor, un Cristo con distintos maderos y una sola crucifixión aparece flotando sobre el gris suelo, suelo que a veces parece adoquín, otras se hace piedra y en ocasiones toma fibra de asfalto mudo e inerte.

Cristo aparece con su mirada estrellándose en la nada y por sus ebáneas mejillas una lágrima detuvo su carrera para saludar al dolor. El Jesús de tierna mirada, que aprisionó la belleza en su dulce gesto, se eleva silente, adusto para ir a caminar por el antañón barrio que le acogió y sentarse a descansar luego en la brisa que revolotea por la avenida rumbo a la segunda calle donde hizo tradición su paso, donde se quedó a soñar despierto. Flor de Granadera anónima, flor con pétalos de mirra aromática que germina en las gigantescas puertas del templo franciscano, pentagrama que se arrodilla y se persigna cuando el Galileo de la dulce mirada, del consuelo en el rostro, atraviesa lentamente el umbral y da un beso al calor del mediodía que se funde al cruel madero que aprisiona su hombro.


El domingo sabe a volcán dormido que se recuesta en el atrio de una catedral iluminada por el recuerdo, un recuerdo que triunfante se mece sobre una borriquita y entra al corazón de los feligreses caminando sobre palmas arregladitas como para ir de boda; doce apóstoles le siguen, doce apóstoles le alaban. Y hay un Cristo con dos almas, la una busca la muerte, la otra se prepara a vencerla. El domingo emerge de sandalias romanas y túnicas moradas, juega con las nubes rascándoles las barrigas con lanzas de utilería y en un llanto que no llora, Jesús de Los Milagros camina sobre el agua y echa redes para pescar en un mar de sueños ya idos.







Y el saco del tiempo deja caer en lunes las Tres Potencias que superan el dolor, ese dolor que en anda sencilla sale de la Parroquia Vieja camino al Gólgota y en el Barrio de San Sebastián las notas marciales le recuerdan el martirio y le anuncian redención.

El martes muy de mañana la Reseña viste de flores su barca desnuda en cada esquina del barrio mercedario, atiborrado de silencios y bemoles. Pero su cansancio no descansa, su sufrimiento no se agota y ya entrada la tarde sus pies pisan las calles de la parte sur del Centro Histórico cuando de la Iglesia de las Beatas de Belén un suspiro se pone la cruz a cuestas y camino abajo recibe a la noche en una banca del parque Colón.

Santo miércoles de Santa Teresa que se perfuma con hueledenoche como preparando abril, que se transporta etéreo rumbo a la primera avenida para bendecir los callejones a los que nadie recuerda entrar.



El jueves el llanto se saca de la manga las lágrimas que se escapan del dolor de Cristo Rey, cuyo recorrido, largo como la cuaresma, se impregna de kilómetros de alfombras, se acicala con girasoles, sanguíneas rosas, albos crisantemos, eterno pino para recibir al moreno salvador que lleva la tristeza en sus ojos, que lleva la hiel en sus labios, que lleva el látigo desgarrando su cuerpo, que avanza agotado, afligido y cae cada siete sagrarios, donde se vuelve la carne y la sangre, el vino y el pan, porque de él es el reino, suyo el poder y la gloria por siempre mientras le lava los pies a la pobreza y los seca con el cabello de la humildad.

Cuánto camina el Rey del Universo hasta cubrir la madrugada del viernes cuando abre la puerta de la Merced, borracho de pétalos que en martes fueron antes súplicas y oraciones, y con su mirada perdida en el sufrimiento avanza hacia el clímax del martirio en el templo de la Recolección, donde a puertas cerradas es elevado y crucificado; ese martirio que a la hora sexta encomendara en las manos del Padre el espíritu flagelado por el pecado y de la tercia recoleta, dominica y del Calvario será uno solo redimido.



Tres de la tarde, lágrimas de sangre corren sobre las gradas de los templos y las marchas fúnebres quiebran  el cristal del dolor... ora pro nobis..., gloria patri...

Ríos de luto se movilizan por los viejos barrios en busca del Sepultado de la Recolección, del Cristo del Amor, de la eterna anda iluminada del Calvario, colosal urna de aire transparente que deambula entre tinieblas con destino a la fosa mientras un cuervo le saca los ojos a la muerte tallada en España y que se esconde en el cortejo del viacrucis dominico.


Tres de la tarde, del templo de San Sebastián el más grande entre los pequeños y el más pequeño entre los grandes reposa en su tumba sencilla para ser levantado por los olvidados del mundo, por los marginados, por los sin casa, por los que viven en la calle y la calle es su vida y que son apedreados por aquellos que tampoco están libres de pecado.

La plebe eleva entre redobles y un Fa sostenido al Sepultado del Manchén y procesiona su reposada muerte por unas cuantas cuadras en derredor del templo, una vía corta para el símbolo del amor más puro, más niño, más noble. Detrás suyo las Magdalenas de carne y hueso mascullan una oración sin que nadie las vea y una amenaza de llanto les nubla la razón; Muchos Dimas y otros cuantos Gestas se atreven a llevarle sobre sus frustraciones y finalizado el turno quisieran ser madera tallada para no desprenderse de él.

La pasión y muerte de nuestro Señor han desgarrado el corazón de su amantísima madre, esa Mater dolorosa que durante toda la Semana Santa con un puñal hincado en su pecho ha acompañado muy atrás el destino redentor de su divino hijo y el sábado santo camina solitaria las cansadas avenidas por donde se arrastró la cruz que redime nuestros pecados...

Dios te salve Reina y Madre, Madre de misericordia...

Su hermoso rostro deja ver las huellas que el llanto provocó y su mirada se trepa a las nubes para pedirle al Creador el perdón para aquellos que, necios y prepotentes, insistimos en matar a su amado hijo todos los días con nuestras faltas.

Ave María, gratia plena...
















Al domingo le gusta empezar el maquillaje de la resurrección muy de madrugada, le gusta ponerse gloria en los ojos y acicala sus mejillas con un poco de áureo fulgor.
Marimba y bandas entonando alegres sones populares, cohetillos estremeciendo al alba y caminatas repletas de alegría anuncian que el cordero ha resucitado, que vana sería nuestra fe si el hijo del Hombre no hubiese vencido a la muerte...

¿Dónde está, pues muerte, tu victoria?

El resucitado se encuentra con su madre en un cruce de caminos, en un cruce de destinos, en un cruce de barrios y en comparsa se dirigen a Catedral para bendecir los cuatro puntos cardinales, el resucitado del Calvario es el mismo que el de la Merced, es el mismo de la humanidad y al compás de la Sanjuanerita es bailado por los fieles cargadores que conmemoraron su muerte y hoy celebran su resurrección.

Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno...

Semana que parece una vida, vida que parece la muerte, muerte que se cae de un libro viejo, libro que explota de consejas y cuentos de aparecidos, aparecidos que desaparecen henchidos de miedo ante la violencia y la tortura, tortura que tortura, tor... tor... tor... tura, turaraaaa... turaraaa, otra vez la Granadera despide a Nazarenos, a Sepultados, a Dolorosas y a la Soledad; las puertas de los templos se cierran y el olor a incienso se arrodilla frente al altar, se abre el pecho y un huracán de humo invade cada rincón que con su mano bendice y absuelve, absuelve, pero no olvida y ¿Cómo olvidar todo aquello, cómo olvidar a las jacarandas vestidas de cucuruchos, a las buganvilias danzando como corona de espinas, cómo olvidar el camino verde de pino despenicado, el aliento blanco del corozo que se desnuda de su navío repleto de estaticias, de inmortales, de llovizna, de siemprevivas?

¿Podrá tragarse el olvido a la serpiente de mil cabezas que repta por las calles y avenidas del inmortal Centro Histórico de la ciudad de Guatemala, que se alimenta de algodones de azúcar, de chupetes, de granizadas, de bolsas de frutas peladas, de manías y poporopos, de tacos y garnachas?

Madrileñas, paletinas, guantes, juguetes, carretillas de supermercado, calendarios y cromos, gorras, viseras, revistas y recorridos; rosarios, Aves Marías, el Padre Nuestro a las tres de la tarde, moldes, espigas, pino enrollado, ramos y palmas, lluvia y estío. ¿Cuánto cabe en el corazón del que vende y del que compra, del que reza y del que carga, del que vive y del que muere?

La Reco, San Sebastián, Santa Catarina, el Tortuguero, la Parroquia y Candelaria, la Merced y San José, Capuchinas, Santa Rosa, Beatas, la Asunción, Santa Teresa y el Calvario, San Francisco y Santa Clara, San Agustín y Jesús de las Misericordias, Belén. El Carmen, el Gallito y la Avenida Elena, tantos nombres para un solo sentimiento que deambula por el tanque del callejón de Soledad en busca de la Llorona y escucha aterrado circular al carruaje de la muerte por la calle del Sagrario.



Un sentimiento que no puede dormir de espanto ante las letanías que los penitentes de la Recolección dejan en cada puerta de la calle del Colegio. Y allá por la parroquia se entretiene tarareando las canciones de amor que el Sombrerón entona rumbo a la avenida de los Arboles.

Del barrio Moderno a los linderos del Cerrito del Carmen todavía el Cadejo arrastra la embriaguez de los profanos y en el tanque de Santa Elena la Siguanaba se cansa de peinarse los sueños afanados en despeñarse por los barrancos aledaños al Cementerio General.

Espantos y aparecidos que Héctor Gaitán invita a entrar en el recuerdo de una Guatemala que se niega a morir, aventuras tenebrosas que cuenta como se las contaron... porque todo cabe en lo posible.

Carboneras ambiciosas y retratos misteriosos que Celso Lara no deja dormir para que sigan llenando de melancolía el callejón de la Cruz, la calle de San Agustín y hagan emerger del vientre del pasado el potrero de Corona, la calle ancha del Guarda Viejo y en el fantasmagórico Amate el diablo se canse de esperar por la ambición. Mientras don Miguel Angel escribe con sus dedos sobre las aceras las crónicas de un futuro que no quiere llegar.

Con olor a incienso, con aliento de corozo, con sabor a curtido que no se bañan en Viernes Santo para no volverse pescado, que creen en Dios Padre, en Jesucristo su único hijo, que vive y reina, por los siglos de los siglos, Amén.
Juan M. Solís

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