miércoles, 25 de agosto de 2010

EL PETALO DE LA ESTRELLA

I

Sus pasos se llenaban de obscuridad y tropezaban con los sueños que durante la noche había dejado caer, uno a uno, al suelo.
Sus pasos buscaban la luz que una estrella fija, pegada con tristeza al techo, trataba de colar a través de la rendija de la vieja puerta de aquel apartamento que desde un segundo piso luchaba por estar más cerca del cielo.
Y el reloj no quería caminar, sus agujas se fundían al amanecer para no dejarlo llegar; paría tiempo a granel, amontonaba minutos y segundos tras la barricada de la desesperación mientras un tic tac sin avance golpeaba las cuatro paredes y resonaba como risa burlona.


II

Cuando, por fin el frío tomó de la mano a la claridad y con brochazos de sol fue despidiendo al manto negro que envolvía a la ciudad, aquel muchacho, aquel niñohombre de cabellos rebeldes, con la angustia alojada en su expresión facial y con el desvelo cual fiel camarada de aventura nocturna; tomaba su desteñida mochila y sus pasos se hacían fuertes, aunque de vez en cuando tropezaban con las hojas secas del camino que el viento se empeñaba en hacer volar en remolinos cadenciosos.
Sus pasos se aferraban a la gris acera, volaban más que las hojas secas, partían los incipientes rayos solares, que tímidos, se cruzaban ante su frenético andar. De repente, aquellos alocados pasos se detuvieron frente a un enorme sauce que lloraba un verde rocío, que gritaba un verde cansancio, que ahogaba un verde recuerdo con sus descascaradas ramas.
Y el niñohombre, dueño de los pasos, viajero de la acera, soñador de la luz, se acurrucó detrás del tronco que sostenía las lágrimas del sauce y desconcertado vio como el reloj nuevamente secuestraba minutos y segundos para canjearlos por eternidad, para derretirlos en desesperante espera.
Ella apareció reflejada en la vitrina cristalina de la mañana, escupiendo silencio en su mirada mientras sus pasos eran lentos, frágiles y parecían flotar en la transparencia del aire. Su cabello negro y húmedo aun, caía sobre los delgados hombros semejando una muda cascada.
El, él la miraba, él la veía, él la observaba, él conjugaba todos los verbos que sus ojos conocían; la sentía y sentía la blanca piel, que de tan cerca, estaba tan lejos.
El quería convertirse en lunar, en peca, en medias impecablemente estiradas, en falda perfectamente planchada. Pero, de tanto esperar se transformó en tronco, en ojo, se vistió de sauce; se petrificó en segundos, se anegó de terror de tan solo pensar que ella pudiera posar su mirada un instante en el viejo árbol.
Ahora el tiempo parecía alocarse, daba la impresión que se desbordaba cual río caudaloso llevando en su corriente millones de segundos usados, que salpicaba la calle de minutos fenecidos; el tiempo se iba montado en los caballos de Apolo, que se encabritaban y brincaban de un lado a otro, de una galaxia a otra.
Y como todos los días, de todos los meses, de todos los años, un gigantesco animal con piel de metal amarillo posaba sus elásticas garras sobre el asfalto de la avenida, abría la descomunal garganta que poseía y engullía a la niñamujer, la tragaba toda, sus tiernos senos, sus turgentes glúteos, su virginal boca; la engullía toda con los sueños guardados en el bolsón, con las ansias guardadas en el sueño y con el amor revoloteando cerca de un viejo sauceniñohombre.
El niñohombre veía desconsolado como el asfalto se volvía distancia, como se hacía olvido y el día, con todo y sus cantos de pájaros, con sus flores y sus rutinas se le hacía simplemente intrascendente.
Con un gran esfuerzo se desprendió del sauce, dejó de ser tronco y volvió a sus antiguos pasos, fuertes y sin rumbo fijo.


III

Día tras día su corazón volaba de la ansiedad a la congoja; día tras día...
Sin querer escuchó la conversación de otras niñasmujeres, oyó hablar de la esperanza, oyó hablar del deseo que se trastocaba en cosa verdadera en cada pétalo deshojado de una margarita, cada pétalo que flotara al desprenderse de sus tiernas manos de niñamujer; cada pétalo que le trajera a la memoria el rostro sin rostro de un niñohombre que cada mañana se vestía de sauce llorón.
Porque ella también lo amaba, también tiraba sueños al suelo, ella también dormía con los ojos abiertos en espera del amanecer.
Amaba locamente a aquel niño sin nombre, a aquel hombre sin rostro, a aquel sauce sin tiempo. Lo amaba como solo puede amar un alma pura, con desesperación, con llanto en un fondo de la nada.
Cada mañana lo perdía cuando el monstruo metálico la enviaba dentro de sus entrañas y enfilaba rumbo a la distancia, sin embargo ahora podía tenerlo en cada pétalo de margarita; margaritablancamarillafrescalozanasinprincipionifinal, que para el efecto, todo daba igual.


IV

Sin querer escuchó la conversación de otros niñoshombres, oyó hablar del deseo, oyó hablar de la esperanza que arrullaba al amor en la estela invisible de una estrella fugaz, una de esas estrellas que de vez en cuando, solo de vez en cuando, cortan el firmamento, que tejen anhelos en las retinas de quien tiene la suerte de contemplarlas y que transforman a esa esperanza en realidad verdadera surgida de cada chispa diminuta que desprenden.


V

Para ella fue el día, fue la luz, fue el tallo deshojado que descansaba en la mano temblorosa y volvió alfombra blancaamarilla la tierra que nacía a sus pies. Para él fue la noche, transparente, sin nubes, sin luna, repleta de estrellas fijas, repleta de bombillos titilantes a millones de años luz.


VI

Un día, otro día, la niña se hizo mujer: niñamujermujerniña; su sexo la hizo sentir, su sexo la hizo llorar, su sexo la hizo desear y cuanto más deseaba, sus pasos se hacían más pesados. Empezó a hacer camino subida en unos zapatos rojos de alto tacón.
Conforme caminaba sus manos deshojaban margaritas, las llevaba colocadas en el cabello, en la falda, en la blusa, en el corazón; las tomaba del aliento solar, de la vera que andaba, de la sonrisa del mar. Tras de sí quedaba la blancamarilla alfombra de pétalos heridos por los tacones de sus zapatos.


VII

Un día, otro día el niño se hizo hombre, sus pasos se hicieron aún más lentos, casi estacionarios, con ganas de partir hacia la vida quedándose.
Odiaba la claridad diurna y se desesperaba en el conteo de las horas que faltaban para que la obscuridad se hartara cada centímetro de suelo que él pisaba.


VIII

Con el cuerpo recostado sobre la ventana sus ojos consumían la bóveda espacial en búsqueda de aquella estrella que le trajera a la niñamujer ante su presencia por arte de magia; escudriñaba constelaciones y galaxias y se moría por ver el esquivo punto brillante, ese rebelde punto nocturno que no llegaba nunca a pintar el negro lienzo con su polvo de diamante.
Poco a poco, los años caían sobre su cabeza cubriéndola de plata, caían sobre su cara dibujando cansancio y la ventana se hacía cada vez más pequeña conforme la soledad vestía su desconsolada alma.
Pero, un día extraño, sus pasos empezaron a renacer y buscando caminos salieron impetuosos del derruido apartamento y llegaron casi sin hacerse notar hasta la gris banca de un parquecito abandonado. En ese momento sus pasos se volvieron a dormir y su cuerpo se recostó sobre el respaldo de la banca, el tiempo se sacó de la manga más años plateados y sus ojos se enfocaron nuevamente en el manto de estrellas fijas en la desesperante espera de que una de ellas decidiera fugarse hacia la nada como una ráfaga de amor.
La grama se secó, el polvo se adueñó de cada banca, cada banqueta, cada planta del parque abandonado donde el viento solía distinguir a cada instante una estatua de fría carne que mantenía firme su cabeza con sus ojos mirando al cielo.


IX

Del fondo del parque una tenue brisa levantaba pétalos de margarita deshojada, pétalos heridos por unos tacones de mujer, mujer que andando caminos tejió senderos con mariposas muertas posiblemente de amor.
Ella, la mujermujer, tenía también una vida vivida, su cabello era un río teñido de plata y su faz era hermosa aún, todavía sus pechos eran duros y turgentes sus glúteos y sus ojos, sus ojos parecían dos estrellas fugaces que como luciérnagas alumbraban el camino repleto de pétalos.


X

Era noche ya, en la banca del parque el hombrehombre, el hombreestatua, el hombreojos fundía su vista al manto negro en espera de que éste vomitara una estrella errante, una estrella mágica que con su estela de sueños cósmicos le devolviera para siempre a la niñamujer, a la mujermujer, a la mujerpetalodemargarita.
Pedía tanto desear, deseaba tanto pedir que no se dio cuenta que la banca y él eran ya uno mismo, que su carne era piedra y la piedra carne era también; no se dio cuenta que su cuerpo se había quedado inmóvil hinchado de tiempo, saturado de espera, vacío de vida.
Deseaba, pedía, esperaba, soñaba, miraba y el cielo se negaba a enviar el mensaje de luz que le devolviera el recuerdo de aquella chiquilla menuda que jugaba al amor entre las ramas de un sauce llorón.
Y el tiempo casi lo hacía explotar, de sus pupilas rebalsaban días, meses, años, vidas tratando de encontrar en la inmensidad esa estrella fugitiva cuyo destino era cumplir con los anhelos de quien lograra capturarla en su retina por un breve instante nada más.
Esperar, esperar, esperar..., tanto que ya no podía diferenciarse su esclerótica del cielo nocturno, tanto que su cara besaba a la luna, besaba al silencio, besaba al olvido.
Pero la estrella se había fugado hacia otros ojos y otro cielo.


XI

Ya no era esa esquina en donde la adolescencia dibujó el primer amor escondido tras un sauce llorón y que se reflejaba en una vitrina de recuerdos, ya no era la esquina aquella..., ahora era un parque perdido en el sueño de una noche eterna.
Pero el destino había decidido juntar de nuevo a esas dos almas enfermas de amor, una mirando incansablemente hacia el cielo, la otra tejiendo alfombras de pétalos marchitos con sus zapatos de tacón.
Pobre de aquel niñohombreestatuaojosdecielonegroyestrellasfijas, oyó los pétalos caer, oyó los pasos de tacón alto, oyó el murmullo de una voz que le sabía a ayer.
Sintió que un calor extraño empezaba a quemar su piel de estatua y quiso voltear, dirigir su cabeza hacia ese estruendoso silencio que hacía el caminar de una mujer, pero no pudo; un segundo de distracción podría matar el deseo tanto tiempo reprimido, un segundo era crucial, vital para que la esperanza se mantuviera floreciendo en su corazón.
Un segundo nada más...


XII

Pobre de aquella niñamujerpétalodemargaritaytiempoensupiel, sus pasos no tenían rumbo, mas la llevaron hacia la banca del parqueolvido donde un niñohombre miraba con ojos de infinito.
Y oyó los suspiros de la estatua de carne, oyó el girar de los ojos vivos buscando en la nada, oyó el latido de un anhelo incomprensible que por un momento parecía la gota de rocío que llovía de las ramas dormidas de un sauce llorón.
Sintió un calor extraño que le quemaba las manos y los dedos, que la obligaba a deshojar las margaritas con mayor velocidad mientras sus pasos de tacón alto se detenían junto a la banca donde la estatua sufría, pero no volteó a ver, un segundo sin saber si aquel ninñohombre que se había perdido en el reflejo de una vitrina empañada por el aliento de la mañana, aún la amaba; un segundo sin dejar de repetir la letanía a todos los santos de todos sus temores:
Mequierenomequieremeamanomeamamepiensanomepiensamequierenomequiereloquieronoloquieroloamonoloamolopiensonolopienso.
Un segundo era demasiado para su amor herido, cansado de caminar por calles y veredas sobre una alfombra de ilusiones. Un segundo podía matar el reencuentro con la esquina, con el sauce, con la vitrina, con el dolor de la partida.


XIII

El nunca volteó a ver, nunca supo que por menos de un segundo, no una sino dos estrellas fugaces pasaron, no en el cielo sino junto a su banca convertidas en ojos de niñamujer , nunca supo que el recuerdo se paró a su costado y que se fugó con el aliento de un pétalo de margarita.


XIV

Ella nunca volteó a ver, nunca supo que por menos de un segundo la margarita deshojada se había vuelto respuesta que se fugó con un ligero pestañear de unos ojos que se volvían piedra poco a poco.


XV

El se quedó allí, sentado en su banca, convertido en roca, con la mirada perdida buscando amor.
Ella se marchó de allí, contando pétalos, tejiendo alfombras con los tacones de sus zapatos rojos buscando amor en la distancia.
Y el parque se volvió olvido... para no volver jamás.

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Juan M. Solís

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