miércoles, 25 de agosto de 2010

TERREMOTO EN GUATEMALA

Hace 34 años un violento terremoto destruyó la vida de miles de guatemaltecos, llenó de luto miles de hogares y ensombreció un futuro que, aunque no era muy halagüeño que digamos, tampoco dejaba de tener cierta esperanza. Pero a partir de las 3:03:33 horas de la madrugada Guatemala cambiaría para siempre, toda la configuración arquitectónica de, por lo menos el 70 % del territorio nacional, dejaría de existir para dar paso a una alocada reconstrucción que se caracterizó por la edificación de verdaderos adefesios, algunos destinados a la vivienda y otros, la mayoría, pasarían a convertirse en locales comerciales que harían de la mayor parte de poblados emergentes verdaderos mercados gigantes, lo que llevaría después a intensificar el caos vial y urbanístico de dichas poblaciones.

La Guatemala que los adolescentes y adultos de entonces conocíamos murió aplastada sin misericordia, los muros de adobe, los techos de teja y machihembre, las cornisas barrocas o neoclásicas se desplomaron en 25 segundos que parecían una vida entera. Las calles empedradas, los atajos polvorientos, las calles reales fueron borradas del mapa como si una mano invisible se empecinara en eliminar todo rastro o huella de aquellos aires coloniales de mi patria y miles de sueños perecieron soterrados esa funesta noche, una noche de cielo rojizo, de llovizna pertinaz, de volcán en erupción, de llanto incontenido, de - ¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal...! que brotaba de las resecas bocas de las abuelitas que, de hinojos y en actitud suplicante, imploraban a Nuestro Señor por su compasión.





Fue una noche obscura y fría como pocas veces. En las áreas donde el seísmo no provocó mayor daño las personas salían a las calles semidesnudas, con el pánico pintado en el rostro y tratando de encontrar un lugar seguro donde protegerse. En poco tiempo empezaron a aparecer carpas improvisadas, se habilitaron parqueos, canchas de fútbol o se invadieron terrenos baldíos; los hombres trataban de organizarse y en medio del silencio sepulcral se daban al trabajo localizar a amigos, conocidos o familiares; mientras, las mujeres intentaban abrigar a los niños y no cesaban de repetir con tono angustiante cientos de Padres Nuestros...




Recuerdo muy claramente cuando, a los pocos minutos de haber sobrevenido la catástrofe, en un pequeño radio pude sintonizar una emisora hondureña que informaba con cierto dejo de asombro y mucho pesar que la hermana república de Guatemala había sufrido un devastador terremoto. Fue en ese momento que muchos tomamos conciencia de lo que estaba ocurriendo porque la obscuridad no dejaba ver más allá de una o dos cuadras a la redonda y el instinto de supervivencia nos hacía tratar de refugiarnos en espera de algo mayor.
La eficacia de los radioaficionados hizo que los mensajes reconfortantes de los guatemaltecos anunciando que se encontraban sin novedad o el angustiante requerimiento sobre el paradero de sus seres queridos para aquellos que vivían fuera de las fronteras patrias saturaran las frecuencias de onda corta.
La llegada del alba se hacía simplemente eterna, pero la luz traería también el dantesco y tenebroso panorama que el terremoto de San Gilberto provocase.



San Juan y San Pedro Sacatepéquez, Patzizía, San Martín Jilotepeque, Patzún, Parramos, Zaragoza, Tecpán,la Antigua, el Gallito, la zona 5, el Incienso, Guatemala entera estaba durmiendo el sueño de los justos bajo un montón de escombros, de vigas destruidas, de ilusiones rotas. La muerte no respetó a nadie, pero lamentablemente muchos tampoco respetaron a la muerte y en pocas horas ingratos e infames seres se dieron a la penosa tarea de saquear y robar sin atender al llanto y a la angustia de tantos connacionales que, como diligentes hormigas, se esforzaban por rescatar a sus familiares e, incluso, a personas completamente desconocidas, por quienes sólo el sentimiento de solidaridad de los chapines hacía pausible el esfuerzo. Hubo poblados, como San Juan Sacatepéquez, donde grupos de indígenas llevaban sobre la espalda cajas, muebles, ¡hasta el Cáliz de la Iglesia! con rumbo a sus aldeas. Sin embargo, estos hechos aislados no demeritan en modo alguno la heroicidad de tantos chapines de verdad que, sin tiempo de verter lágrimas, removían con sus descalzas y descarnadas manos los pesados tetuntes de adobe, maderos y láminas en su desesperado afán por encontrar sobrevivientes o sacar los cuerpos inertes y sin vida de más de 25,000 guatemaltecos que esa madrugada se reunieron con el Creador.



Actos de heroísmo y de solidaridad humana hubo por doquier, tal es el caso de un bombero de apellido Folgar quien haciendo honor a su loable profesión inmediatamente después del sismo ayudó a centenares de guatemaltecos y cuando acudió a su casa, fue tan sólo para encontrar a sus padres muertos. No puede uno imaginarse el dolor que este anónimo héroe sufría, pero es, además, increíble y revitalizador como, luego de dar sepultura sus progenitores, regresó a seguir salvando vidas.

Terribles resultan las escenas, repetidas hasta la saciedad en todos los poblados guatemaltecos, de ir apilando cadáveres en las plazas centrales de los pueblos, de ir cavando amplias fosas para enterramientos en masa, de ver caras marcadas por el polvo y la arena donde apenas podían apreciarse los enrojecidos ojos de los voluntarios y sobre la blanca carretera de sus mejillas irse deslizando una furtiva lágrima de impotencia.








Estudiantes universitarios, ejército, civiles, toda Guatemala se unió para volverse a levantar y es de agradecer al General Kjell Eugenio Laugerud (QEPD) que se haya puesto el traje de obrero e inmediatamente se trasladara a las poblaciones que sufrieron con mayor impacto el cataclismo.

Cómo poder olvidar la famosa frase que acuñó en la conferencia de prensa dada para informar de las cifras oficiales sobre el recuento de los daños:- "Guatemala está herida, pero no de muerte"-.




Muy a mi pesar, mi vieja y querida Guatemala sí murió y creo que no regresará jamás.

Aquellas calles angostas unas, anchas las otras que soportaron el peso de carretones halados por bueyes y uno que otro automóvil, aquellas casonas solariegas con cuartos gigantescos, con corredores larguísimos, con jardines exorbitantes, con piso de baldosa y fuente en el medio del patio; aquellas iglesias coloniales que se dormían arrulladas por el incienso y la luz tenue de las veladoras; aquellos pueblecitos que se acurrucaban cada tarde para tomar café molido y engullirse unas sabrosas champurradas, esos pueblos que no usaban almanaque porque el tiempo no transcurría por ellos; ahora son un recuerdo y ya más nada. El olor del dinero, la ley del menor esfuerzo, la ambición y la pereza son, hoy por hoy, nuestros omnipresentes soberanos y ojalá que no vuelva a ocurrir nuevamente una desgracia como ésta que nos asoló ese 4 de febrero de 1976, para que Dios abra nuestros ojos y nos recuerde el camino.



Y yo sé que Dios lloró ese día, lloró de tristeza al ver obstruidos los caminos, desaparecidas las calles, derruidas las casas, lloró de pesar al contemplar los cuerpos sin rostro, los rostros sin cuerpo, las llamas del Hospital Roosevelt, las avenidas de la zona 5, la congoja del Progreso, de Jutiapa, de Chimaltenango, El Quiché, Totonicapán, Izabal, los municipios del departamento Guatemala. Su alma se apesadumbró al salir en procesión esa cuaresma y sentir bajo el calor abrasador del verano la fé de aquel pueblo que jamás se olvidó de él.





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