miércoles, 29 de septiembre de 2010

EL ESPEJO

Image by FlamingText.com



Escondidos tras una obscuridad impenetrable sus ojos trataban de destrozar el pulido espejo colonial que, colgado de la pared, parecía absorber el tiempo y la cordura; sus ojos, los ojos, negros como la noche, esa fría y lluviosa noche, ojos fijos como el espejo, coloniales como el recuerdo; los ojos, sus ojos, bañándose de hermosura en la superficie mercúrica, ojos lujuriosos y santos, ojos paradójicos; ojos destructores y hacedores. Sus ojos, los ojos, ora tranquilos, ora inquietos, colocados perfectamente en una perfecta cara, cara de luz, de cielo, cara de espejo, cara antigua y moderna, cara de día, día ya ido, cabalgando lejano desde hace unas horas.

Cara y ojos, ojos en cara, cara en los ojos, tratando de destrozar el espejo colonial, apenas visible con la ayuda de una vela de cebo amarillo que se derretía fundiéndose en el piso gris del dormitorio.

Josefina, dueña y señora de ojos y cara, espejo y vela, piso y dormitorio…

Josefina maldecía en silencio la feroz tormenta que se había desatado y que había interrumpido el fluido eléctrico. Por la ventana de su habitación, entre viento y lluvia, podíanse distinguir, al reflejo del relámpago, las siluetas de los árboles manoteando el firmamento.

El viejo reloj paterno inundaba la casa con la mortal sinfonía de su tic tac. De repente, en una agonía paroxística sonaron once campanadas sonoras, tétricas, coloniales; once campanadas acompañadas del aullido de once perros, el canto de once grillos, el croar de once ranas… el lamento de once generaciones que también oyeron las mismas campanadas, los mismos perros grillos y ranas; que también bañaron ojos y caras en el prístino espejo,  espejo montado en un cedro milenario y corpóreo que reptaba en la pared con su lengua barroca.

Once generaciones erigidoras de la casona donde Josefina vivía aún; once generaciones que dieron once pasos, que levantaron once piezas en aquel campo infinito, verde y desolado que se bañaba todos los días en las orillas del cercano río, ese río repleto de piedras y fango, de agua cristalina, que descendía de una montaña en la tierra y el iris.

Once generaciones, ¿cuántas Josefinas?; lo único cierto eran un espejo y un vetusto reloj, que existieron antes y después de once padres y once madres y… ¿cuántas Josefinas?

El sueño alado jugueteaba ya en los negros ojos de Josefina espolvoreando el encanto del silencio, pero ella, ella se resistía. El resplandor mortecino de la vela lograba a veces dibujar en el espejo la belleza adolescente de Josefina que, mientras tanto se debatía en una titánica lucha entre el sueño y la vela, entre la necesidad y el anhelo.

Llovía y llovía, las once campanadas fornicaban entre sí para procrear la media noche, minuto a minuto, segundo a segundo que se convertían en siglos amparados en la luz de la vela y se hacían vida a través del espejo.

De repente… fueron doce campanadas y doce los pasos que avanzaron de la puerta hacia el lecho de Josefina; pasos pesados que cargaban un cuerpo pesado también, como lo advirtió Josefina, que sintió, petrificada, cuando el cuerpo se sentó en la orilla de la cama. La vela dio un postrer suspiro y se apagó, sin embargo un reflejo fantasmal apareció y su intensidad aumentaba gradualmente.

Al mismo tiempo que el reflejo, el espejo colonial se agrandaba también y las campanadas, esas doce campanadas atronaban en el espacio. Josefina, atónita, volvió sus ojos, los ojos, sobre aquel que ella suponía estaba a su lado, pero…no había nadie; la luz y la penumbra se hicieron un alma sola, pero… no había nadie, aún cuando Josefina sabía que no estaba sola, sentía en su cuello, blanco como la porcelana, la respiración tibia del resplandor.

Pausadamente, Josefina se soltó el cabello, negro como sus ojos, largo como la espera.

 Atraída por la sombra de luz caminó, entonces, doce generaciones hacia el espejo. Una tras otra-¿cuántas Josefinas?- se trastocaban en tenebrosas carcajadas y lastimeros gemidos. Callaron perros, grillos y ranas, cesaron relámpagos y lluvia y la casona empezó a caer paso a paso, pieza por pieza, generación tras generación…

El reflejo aumentó nuevamente y el espejo se hacía enorme, tanto como el universo, como el río y Josefina, que pausadamente se echó el cabello hacia atrás, se hacía también más luz, menos mujer, menos ojos, menos cara; se volvía resplandor… se volvía espejo…

Y espejo fue, colonial, barroco, montado en cedro, con doce generaciones durmiendo en su vientre platinado. Doce generaciones que con sus ojos, los ojos, trataron de destrozar al espejo y en espejo se convirtieron…

La última campanada sonó a tiempo colonial.


No hay comentarios: