lunes, 27 de septiembre de 2010

UN VIOLIN, UN CORAZON

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I

        El viento despeinaba las grises hojas de los eucaliptos, que como formidables guardianes imprimían  en el tiempo sus huellas de soledad eterna, esa soledad que jugaba al escondite con la marchita grama, que luchaba por no morir bajo el peso de las pisadas de miles de cansadas almas que día a día deambulaban por el lugar.
        En un rincón solitario y gris también, un corazón mohíno y triste recostaba su cardíaca piel en la fémina figura de un viejo y destartalado violín, que dejaba caer al frío del amanecer una lluvia fina y aguda de notas musicales, que soltaba al espacio un canto de grillo, un trinar de ruiseñor, un silencio de espera.
       Cada cuerda pintaba una flor en la transparencia del aire, ora rosas que lloraban pasión, ora amarillos claveles que despertaban al sueño del olvido, blancas azucenas se desprendían cuando la armoniosa melodía cimbraba las horas y al final anémonas iban floreciendo como pidiendo perdón.
        Pero el violín también sabía hablar, sí, hablaba con su dueño, aquel corazón destartalado y decrépito que había cerrado su boca al mundo para convertir el llanto en canción, que truncó el nacimiento de las palabras y se hizo dueño del adiós.
       Violín y corazón, corazón y violín, tan distintos y tan uno sólo; la historia de uno era la historia del otro, los dos eran una sola vida, cuerdas, madera, carne y latido; los dos eran una sola voz.
        Y cuando el violín arrancaba de su vientre las más desgarradoras y sublimes notas, el corazón arrancaba del recuerdo otra vida, que por vivida nada más emergía cuando el corazón cerraba sus polvorientos ojos y con las manos se fundía al violín.




II

       La conoció de día, la conoció en el mar y se relamió de gusto con su sabor a sal; la conoció sin conocerla, pero eso le bastó para empezar a amarla, con un amor puro, simple; un amor que no bajaba estrellas del cielo, ni pintaba soles de celofán, un amor de madrugada, de no poder dormir, de mariposas en el ventrículo, de morirse por soñar.

III

       Ella era menuda como un suspiro, con su cabello largo y lacio hasta la saciedad y negro azabache como el manto de Dios. Era una mujer simple y pura, sus ojos eran grandes y obscuros, tan obscuros que la noche temía perderse en ellos y usaba a la luna como linterna para no precipitarse en ese abismo ocular. Su boca era tan simple y pura que no invitaba al beso ni al verso, era fácil de olvidar.

        Aún así, el corazón la amaba, tanto que cada mañana se volvía violín y se transportaba hacia la esquina contigua a la casa donde vivía su amada y en pocos segundos transformaba en notas el rayo de sol que anunciaba el alba y hacía acordes con el rocío que copulaba con las hojas verdes que recién se despertaban en las macetas que adornaban los balcones de las ventanas. Con su melancolía  convertía en sinfonía el olor a tierra mojada o hacía una sonata con las nubes que empujadas por el aliento de la claridad emprendían su viaje por el azul de la tristeza. 
     
       Cuánto la amaba aquel corazón  solitario, que no pronunciaba palabras porque ya no tenía boca de tanto cerrarla y callarse el nombre de su doncella, nombre que ignoraba, nombre que se fugaba en el polvo de la tarde., mas tenía, eso sí, ojos para adorarla, para decirle con la mirada todas aquellas frases que no nacían en su garganta; tenía manos, finas y blancas como la niebla, y como la niebla tomaba el violín y paría el amor que llevaba dentro, simple, puro, pero grande e inacabable.

IV

       Ella lo miraba todos los días desde la rendija de una puerta y dejaba que la música se arrullara en sus oídos, que le acariciara el hipotálamo, que le estrujara los lóbulos cerebrales, que hiciera nido en su pecho...

       Y ahora era corazón y el corazón era violín y el violín era doncella y la doncella era amor y el amor era doncella y la doncella era violín y el violín era corazón.

       Se hizo su dueño de noche, la amó en el aire, la quiso sin querer, pero eso le bastó para convertirla en su vida, una vida pura, simple, que respiraba el mismo aroma de los caminos que transitaban los demás, que tenía la misma agenda de horas y minutos por vivir como los demás, que se levantaba temprano para dar de comer a palomas y golondrinas, que muchas veces no quería despertar... como los demás.

       El estaba allí, ella estaba allí, el violín estaba allí, solitarios como río de montaña, de esos ríos que transparentan el agua de tanto correr hacia el infinito, de esos ríos  que eruptan piedras de fuego, de limo y lodo; ríos de algas verdes y en sus orillas un tronco café y carcomido se consolida al suelo para volverse paisaje de almanaque.

       Ríos que comen estrellas, que se empachan de constelaciones  y galaxias; ríos de tambores y guitarras.

V

       Sin embargo, ¿ cuánto ha de durar la felicidad terrena y mortal, cuánto ha de echar raíces para desprenderse un día de la mano que la sostenía, cuánto ha de calmar los ánimos y apaciguar los vientos huracanados que la tragedia sopla sobre los destinos humanos?

      A ciencia cierta ni los Dioses del Parnaso lo saben, pues ni estos mismos Dioses escapan a los designios caprichosos de la felicidad, que como llega se marcha para no volver jamás.

VI

       La perdió en el tiempo, la dejó en el mar; murió para la tierra y muy en silencio le cerró los ojos grandes y negros, más negros que la obscuridad, aunque los grabó en los suyos y eso bastó para empezar él a morir, con una muerte simple y pura, como mueren los insignificantes, aquellos que sólo viven para vivir y que perecen para ser olvido.             Una muerte con su dolor, como las muertes de los demás, muerte que llora lágrimas de violín, violín que llora lágrimas de muerte; ¡Ah! violín que duele, que muere, pero no olvida, ni deja de soñar, no deja de amar, de levantarse temprano, de buscar esquinas, de pisar tierra húmeda, de correr como río, de beberse la música de un réquiem desesperado.

      El corazón y el violín se hicieron más soledad, más tristeza, menos sol, menos despertar; el corazón y el violín continuaban juntos, indivisibles, si uno eran en la espera, si uno fueron para el amor, ¿cómo no ser uno en la muerte eterna?: Uno eran, uno fueron, uno son; uno corazón, uno violín, uno carne, uno cuerda.

      La amaba tanto que por ella dejó de latir un buen día, su carne ya no fue más roja ni blancas sus manos, su boca jamás dejo escapar el último suspiro, la última tonada, la última canción.

      La amaba tanto...

VII

      Nadie supo, a nadie le interesó que un corazón muriera agazapado en un rincón sin eucaliptos ni grama; a nadie le importó que un corazón se convirtiera en violín; mas a la vida cotidiana sí le extraño que cada madrugada un violín siguiera tocando solo y que desparramara en el ambiente siemprevivas y gladiolas, crisantemos y colas de quetzal que al caer al suelo llenaban un pentagrama de amor.

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